La infancia de Cecilio Acosta transcurre en San Diego de los Altos (Edo. Miranda), aldea donde nace y vive hasta los trece años. Las primeras enseñanzas las recibe del Pbro. Mariano Fernández Fortique (1790-1866), párroco del lugar. La muerte prematura del padre de Acosta hace de la madre, dolía Margarita Revete Martínez, el centro del hogar. De un hogar extremadamente pobre, donde sobra el afecto y el estímulo para la superación.
Influido por su mentor, Acosta se encamina hacia el Seminario. En él permanece entre 1831 y 1840. Adquiere conocimientos de teología, religión, historia sagrada y latín. Lee a grandes pensadores y poetas de la Iglesia: Santo Tomás, Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús y Fray Luis de Granada.
Hacia 1839 asoma en Acosta una profunda crisis vocacional. Al año siguiente abandona el Seminario. Se inscribe en la Academia de Matemáticas fundada por Juan Manuel Cajigal (1803-1856), y obtiene el diploma de Agrimensor (1840).
En setiembre de aquel año, asiste a la Facultad de Derecho de la Universidad Central. Al cabo de una lucha bizarra contra la estrechez económica y su endeble salud, recibe el título de Abogado (1848).
Siendo estudiante, divulga sus primeros escritos en periódicos caraqueños. Desde entonces escribe con frecuencia. La hoja del diario es uno de los medios que más utiliza para comunicar sus ideas. Deja constancia del aprecio que tiene por el periódico, o "el libro del pueblo", como él lo llama.
Fueron muy escasos los cargos públicos que desempeñó Acosta. Secretario de la Facultad de Humanidades de la Universidad Central (1848), Titular de la Cátedra de Legislación Universal, Civil y Criminal y de Economía Política (1853). En 1872, fue designado Miembro de la Comisión Codificadora por el Gral. Antonio Guzmán Blanco (1829-1899).
Vivió, pues, apartado de compromisos burocráticos. Ganó con ello independencia de criterio y tiempo para estudiar y meditar. Tuvo la pobreza por compañera. En 1876, le escribe a su hermano Pablo: "Estoy muy pobre. No tengo para pagar esta carta para Ospino, que pondrás en la estafeta".
A la penuria económica hay que añadir las consecuencias de haberse enemistado, en sus últimos años, con Guzmán Blanco. Sólo escasos y fieles amigos se atrevían a visitarlo en su modesta vivienda. Pero entre sus ilustres contertulios se contaron José Martí y Lisandro Alvarado.
El viernes 8 de julio de 1881 falleció Cecilio Acosta. Su pobreza era tan rigurosa, que hubo necesidad de apelar a la caridad de sus amigos para costear los gastos de entierro. Moría en la indigencia quien había sido millonario en conocimientos útiles y en altos valores éticos.
Pocos días después de su muerte, el gran pensador y libertador cubano José Martí, quien por entonces residía en Caracas, publicó su hermosísima elegía en homenaje a Cecilio Acosta, y la inició con estas solemnes palabras:
Ya está hueca, y sin lumbre, aquella cabeza altiva, que fue cuna de tanta idea grandiosa; y mudos aquellos labios que hablaron lengua tan varonil y tan gallarda; y yerta, junto a la pared del ataúd, aquella mano que fue siempre sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde. Ha muerto un justo: Cecilio Acosta ha muerto. Llorarlo fuera poco. Estudiar sus virtudes e imitarlas es el único homenaje grato a las grandes naturalezas y digno de ellas. Trabajó en hacer hombres: se le dará gozo con serlo.
LA OBRA EN VERSO
Cecilio Acosta sólo escribe unos cuantos poemas, algunos ocasionales, para las páginas privadas del álbum. Se mueve entre el Neoclasicismo y el Romanticismo, con evidente predominio del primero de estos movimientos.
Ejemplo de la inclinación neoclásica de Acosta lo constituye su poema de mayor extensión, La mujer (s.f.), del que sólo se conoce un fragmento. Por las octavas reales de este canto desfilan arquetipos femeninos eternos: Eva, Helena, Lavinia, Andrómaca, todas ellas, demasiado marmóreas y convencionales, hijas de la erudición antes que de la inspiración.
Cuando se vuelve sobre su propia circunstancia, logra una poesía de auténtica tonalidad romántica. El véspero (1881), escrito el año de su muerte, es un "farewell", el poema de la despedida suprema. Como el astro de la tarde, Acosta vive su hora crepuscular. La serenidad del lucero brilla tranquila en el confín remoto, e inunda de paz el espíritu de quien se aproxima al reino de las sombras.
Alcanza su mayor vuelo poético cuando escribe sobre una vida campesina, idílica y abundante, en contraste con la dura, airada y pobre existencia a que lo ha llevado su destino de hombre honesto, predicador de verdades que dolían a los poderosos.
La casita blanca (1872). El tema principal de este poema surge tres veces, cuando menos, en la obra de Cecilio Acosta. Cada vez, impregnado de una tonalidad espiritual diferente.
En La casita blanca se aprecian los siguientes motivos: 1) Descripción idílica del paisaje rural donde está ubicada; 2) Una escena de cacería; 3) El acogedor ambiente hogareño que aguarda a los labriegos al caer la tarde; 4) Descripción arcádica de la abundancia, simbolizada por la blanca cuajada, el ordeño, la leche y el rubio grano; 5) Votos de paz, de abundancia y de amor.
Estas ideas poéticas aparecen dentro de la obra de Acosta, antes y después de La casita blanca a veces, como descripciones expresadas con las mismas palabras, si bien no con igual tonalidad. Todo ello revela que se trata de un tema recurrente, que parecía no abandonarlo. Donde primero irrumpen, como una nota alegre de las gratas diversiones campesinas, es en Cosas sabidas y cosas por saberse (1856). Ya para despedirse del amigo a quien dirige la extensa epístola, lo imagina disfrutando de la vida rural, así:
Tú -supongo yo- te desquitarás ahora con la historia de tu campo. En las diversiones de cacería perseguirás, ora en los espesos matorrales a la lapa, ora en las tendidas lomas al venado, de la una parte los compañeros de monte desparramados en la falda, de la otra, los manchados perros saltando entre alegres ladridos la quebrada; mientras en la casa, que se mira desde lejos, se alza lentamente sobre el techo el humo de la lumbre del almuerzo.
Por segunda vez, el tema idílico aparece en La casita blanca (1872), escrito para el álbum de una amiga, y concebido como un rosario de votos para la inspiradora del poema.
La tercera vez que Acosta reelabora el tema central de La casita blanca es en la carta en romance asonantado que dirige al humanista colombiano Miguel Antonio Caro (1874). Ya no tienen estos versos el tono alegre y votivo de otros tiempos. Acosta está muy pobre, y mal visto políticamente. La tonalidad que es ahora elegíaca, adquiere verdadera y trágica dimensión. Lo que Acosta le describe a Caro no son fantasías de poeta, ni votos para mujer amada: es el fantasma de la miseria económica, felizmente conjurado por el espíritu de la paz interior.
Cecilio Acosta no fue gran poeta. En su caso, como en el de Toro y González, existe superioridad notoria del prosista sobre el versificador, del hombre de pensamiento sobre el único. Está por estudiarse el valor literario de su prosa, así como su posible influencia sobre el estilo de José Martí, tenido como el iniciador de la prosa modernista, justamente con su necrología para Cecilio Acosta, escrita en Caracas.
EL PROSISTA
La prosa de Cecilio Acosta se caracteriza por una gran precisión en el uso del lenguaje. Esta precisión envuelve el empleo de un rico vocabulario, por una parte, y la ordenación sistemática de las ideas, por la otra. Hay, en todos sus escritos, como un dibujo nítido, despojado de elementos retóricas, que le permiten al lector captar rápidamente el contenido ideológico que Acosta desea trasmitir. Es, si se quiere, prosa pedagógica, hecha para enseñar, porque, bien visto, don Cecilio fue un maestro de pueblos, que utilizó el periódico como cátedra. De esta especie de prédica continua, y de su formación clásica -más que romántica- le llega a la prosa de Acosta esa serenidad y ordenamiento que revelan una inteligencia clara y un estilo hecho a la medida de lo que se quiere decir, matizado con frases sentenciosas, y construido a base de oraciones cortas que dan la impresión de un temperamento intelectual reflexivo. Cecilio Acosta es uno de los grandes prosistas venezolanos del siglo diecinueve. Uno de sus admiradores, y, en cierta medida, discípulos durante su breve paso por Caracas, llegaría a ser el primer prosista hispanoamericano de la pasada centuria. Su nombre, José Martí.
EDUCACION Y PROGRESO
En 1856, Acosta publicó uno de sus ensayos de mayor importancia, el más conocido por los lectores de nuestro tiempo. Lo tituló: Cosas sabidas y cosas por saberse, y lo escribió en forma de carta, dirigida a un amigo suyo, residente de algún lugar del campo venezolano. En este ensayo, dedica mayor espacio y profundidad de pensamiento a sus ideas pedagógicas, aplicadas a la realidad venezolana para evaluar en forma crítica el estado de atraso y la orientación equivocada de los estudios que por entonces se realizaban en la universidad.
¿Cuáles son, en materia educativa, estas cosas sabidas de que va a hablarnos don Cecilio, y cuáles son, particularmente, las cosas por saberse? Antes es indispensable recordar un acontecimiento que se produjo en aquel mismo año de 1856: la instalación en nuestro país del primer telégrafo, entre Caracas y La Guaira. Este paso de avance en las comunicaciones hizo saltar de gozo a Don Cecilio. Se dio cuenta cabal de un fenómeno que se ha hecho más ostensible en nuestra época: con la electricidad y el vapor, el hombre estaba comenzando a conquistara la velocidad, símbolo del progreso acelerado. Piénsese lo que significaba el vapor que movía los barcos no sujetos ya a los caprichos del viento; o que arrastraba locomotoras, capaces de transportar centenares de personas a una velocidad muchisimo mayor que la de los vehículos tirados por caballos. Piénsese en las imprentas de vapor, que podían moverse con una rapidez vertiginosa si se las comparaba con las primitivas prensas manuales. Y ahora, imaginemos lo que significa poder trasmitir por telégrafo una noticia en obra de minutos, cuando antes, esa misma noticia, transportada por vía terrestre, demoraba días o semanas en llegar a su destino. Todo esto conmueve a don Cecilio y lo pone a pensar que está asistiendo al nacimiento de una nueva era:
Sin duda ninguna, tal es el espíritu general de la época, y tal el rumbo que llevan ya las cosas. Entre nosotros, no obstante lo rústico de muchas de nuestras poblaciones, que están aún en estado primitivo, se nos ha metido de rondón el telégrafo, como por desbordamiento, de los lugares donde sobra, como un heraldo de nuevos destinos, como una trompeta que viene a dar la alarma de la civilización, como un ángel de luz, ávido de devorar espacios en todos partes.
Este "heraldo de nuevos destinos", esta "trompeta que viene a dar la alarma de la civilización" despierta la reflexión don Cecilio acerca de si es acertada o no la clase de enseñanza que se imparte en el país. Con un sentido tal vez excesivamente pragmático, él va a repetirnos a su manera cosas que ya son sabidas, pero va a anunciarnos otras que están por saberse.
1) Necesidad de instrucción elemental generalizada. Cada ser humano nace dotado por la naturaleza para vivir en sociedad. Es preciso desarrollar esas dotes básicas en cada quien, porque de la capacidad individual nace la capacidad colectiva. En consecuencia,
La enseñanza debe ir de abajo para arriba, y no al revés, como se usa entre nosotros, porque no llega a su fin, que es la difusión de las luces. La naturaleza, que sabe más que la sociedad, y que debe ser su guía, da a cada hombre, en general, las dotes que le habilitan para los menesteres sociales relacionados con su existencia; para ser padre de familias, ciudadano o industrial; y dé aquí, la necesidad de la instrucción elemental, que fecunda esas dotes, y la especie de milagro que se nota en su fomento.
2) Enseñanza universitaria para los mejor dotados. La enseñanza elemental debe ser generalizada, porque su misión es lograr que todos aprendan a leer y a escribir, para que nadie se quede al margen del progreso. La enseñanza superior, no tiene la misma finalidad. Las universidades parecen más bien propias para quienes nacen con dotes intelectuales de excepción:
el talento especulativo, las facultades sintéticas, el genio, es de muy pocos; el estadista, el mecánico trascendental, el poeta, el orador, el médico de combinaciones, el calculador que ve en los números las relaciones, el naturalista que sorprende en los hechos las leyes, se cuentan con los dedos...
Y una de dos como consecuencia de lo dicho: o las universidades deben ser sólo para los que tienen inteligencias extraordinarias, o deben convertirse en instituciones tan rigurosas y exigentes que sólo quienes son más capaces puedan graduarse en ellas. ¿Cómo era la universidad venezolana en tiempos de Acosta?
3) Enjuiciamiento de la universidad venezolana y de sus egresados.
Figúrate ahora, por contraposición, un cuerpo científico como el nuestro, puramente reglamentario, con más formalidades que substancia, con preguntas por único sistema, con respuestas por único ejercicio; un cuerpo en que las cátedras se proveen sólo por votos, sin conceder al público una partecita de criterio; en que se recibe el título, y no se deja en cambio nada; en que no quedan, con pocas y honrosas excepciones, trabajos científicos, como cosecha de las lucubraciones, y en que el tiempo mide, y el diploma caracteriza, ¿no te parece una fábrica, más bien que un gimnasio de académicos? Agrega ahora, que de ordinario se aprende lo que fue en lugar de lo que es; que el cuerpo va por un lado, y el mundo va por otro; que una universidad que no es el reflejo del progreso, es un cadáver que sólo se mueve por las andas; agrega, en fin, que las profesiones son sedentarias e improductivas, y tendrás el completo cuadro. El título no da clientela, la clientela misma, si la hay, es la lámpara del pobre, que sólo sirve para alumbrar la miseria de su cuarto; y de resultas, vienen a salir hombres inútiles para sí, inútiles para la sociedad, y que tal vez la trastornan por despecho o por hambre, o la arruinan, llevados de que les da necesidades y no recursos... ¡Qué de males! ¿Yo dije que se fabricaban académicos? Pues ahora sostengo que se fabrican desgraciados, y apelo a los mismos que lo son.
Lo mejor en esto es, que mi testimonio es imparcial. Et non ignarus mali, etc.; y así no se me podrá decir, que me meto a catedrático sin cátedra o a evangelista sin misión. Si yo no dogmatizo (contestaría); si yo no predico; si yo no hago otra cosa, respecto a mí, que quejarme; respecto a los demás, que señalar. Ahí está: véase el doctorado, ¿qué es?; véanse los doctores, ¿qué comen? Los que se atienen a su profesión, alcanzan, cuando alcanzan, escasa subsistencia; los que aspiran a mejor, recurren a otras artes o ejercicio; y nunca es el granero universitario el que les da pan de año y hartura de abundancia. En cuanto a mi personita, para libertarla de censura, si tal fuera preciso, harto sabes que yo cambiaría la pluma del jurisconsulto por el delantal del artesano, y que suspiro por el momento en que, dado a otro trabajo análogo a mi gusto, pueda reírme a carcajadas del buen Gregorio López, por bueno que sea, y de otros tan buenos como él, que han pretendido sustituir las citas a la lógica, el comentario a la ley, y la autoridad a la razón.
Hasta aquí Acosta nos ha dicho cosas sabidas. En adelante, su ensayo es una especie de profesión de fe en el porvenir, un continuo avizoramiento de los beneficios que aguardan al hombre del futuro. Son las cosas por saberse.
4) Futuro promisor del hombre.
Algún día, el día que esté completa, la historia se hallará no ser menos que el desarrollo de los deseos, de las necesidades y el pensamiento; y el libro que la contenga, el ser interior representado. Las usurpaciones de mando, los desafueros en el derecho, el Yo por el Nosotros, son dramas pasajeros, aunque sangrientos, vicisitudes que prueban la existencia de un combate, cuya victoria ha de declararse al fin por la fuente del poder, por la igualdad de la justicia, por la totalidad de la colección. De los tronos, unos han caído y otros ya caen, la guerra feroz huye, la esclavitud es mancha, la conquista no se conoce, casi desaparecen las fronteras, las naciones se abrazan en el Gabinete, los intereses se ajustan en los mercados, la autoridad va a menos, la razón a más; y multiplicados los recursos, y expeditos los órganos, se acerca el momento de paz y dicha para la gran familia de los hombres. El pueblo triunfa, el pueblo debe triunfar; pongo para ello por testigo, a la civilización, que le ha refrendado sus títulos, y a Dios, que se los dio. El respira, él siente, él quiere, y debe tener goces; él ha sufrido mucho, y debe alguna vez sentarse a la mesa. No tarde (me parece que asisto al espectáculo), se le verá en el mundo batiendo palmas, libre y señor, y conversando de silla a silla, de igual a igual, como en un mismo salón inundado de luz por el telégrafo y la imprenta.
En este mismo orden de ideas, y utilizando a cada paso la contraposición entre el pasado y el futuro, Acosta va trazando su pensamiento pedagógico, en un estilo que se caracteriza por la frase corta y sentenciosa:
Enséñese lo que se entienda, enséñese, lo que sea útil, enséñese a todos; y eso es todo.
¿Qué gana el que pasa años y años estudiando lo que después ha de olvidar, porque si es en el comercio no lo admiten, si es en las fábricas tampoco, sino quedarse como viejo rabino entre cristianos?
¿Hasta cuando se ha de preferir el Nebrija, que da hambre, a la cartilla de las artes, que da pan, y las abstracciones del colegio a las realidades del taller?
¿Qué gana el que pasa años y años estudiando lo que después ha de olvidar, porque si es en el comercio no lo admiten, si es en las fábricas tampoco, sino quedarse como viejo rabino entre cristianos?
¿Hasta cuando se ha de preferir el Nebrija, que da hambre, a la cartilla de las artes, que da pan, y las abstracciones del colegio a las realidades del taller?
Acosta enjuicia lo anacrónico y empolvado de una enseñanza que él considera inútil, porque no responde a las necesidades de la época, y concluye sintetizando así su ideario educativo:
Descentralicemos la enseñanza, para que sea para todos; démosle otro rumbo, para que no conduzca a la miseria; quitémosle el orín y el formulario, para convertirla en flamante y popular; procuremos que sea racional, para que se entienda, y que sea útil para que se solicite. Los medios de ilustración no deben amontonarse como las nubes, para que estén en altas esferas, sino que deben bajar como la lluvia a humedecer todos los campos. No disputemos al sabio el privilegio de ahondar en las ocultas relaciones; pero después que éstas son principios, pongámoslos cuanto antes en contacto con las inteligencias, que son el campo que fecundan, y habremos logrado quitar a las ciencias el misterio que las hace inaccesibles. La verdad es colectiva, está hasta en el mozo de cordel; y se acortará el camino para hallarla, multiplicando sus elementos y sus órganos. Cuantos más ojos vean, más se ve, cuantas más cabezas piensen, más se piensa; y si del bien público nace a su vez el privado, cuanta más familia coopere, será más abundante la labor. Nada vale seguir lo que fue, sino ejecutar lo que conviene. Si es menester penas a los padres para que obliguen a los hijos a aprender, que haya penas; si el inglés y el francés son los idiomas de las artes e industrias, hagámoslos, en lo posibles, generales; si hubiere gastos, ningún gasto más santo que el que se reembolsa con usura. Los conocimientos, como la luz, esclarecen lo que abrazan; como ella, cuando no ilumina a distancia, es porque tienen estorbos por delante.
EL PENSADOR
El pensamiento político de Acosta ha sido calificado de conservador, y liberal. Es evidente, sin embargo, que no resulta fácil encasillarlo en una o en otra tendencia. Así se expresa en un artículo publicado en 1868:
Nunca hemos sido hombres de poder, pero sí somos hombres de doctrina. Formas representativas, efectividad de garantías, administración política que obre y que custodie, administración de justicia independiente, gobierno responsable, libertad de imprenta y de palabra, no escrita sino en acción, enseñanza para el pueblo tan extendida como el aire, instrucción científica, tan amplia cual puede ser, instrucción religiosa como alimento del alma y alma de las costumbres, libertad de sufragio, libertad de representación, libertad de asociación, publicidad de los actos oficiales, publicidad de las cuentas, camino para toda actitud, corona tejida para todo mérito; todo a fin de que haya industrias florecientes, paz y crédito interior, crédito fuera, funcionados probos, moral social, hábitos honestos, amor al trabajo, legisladores entendidos, leyes que se cumplan, y de que la virtud suba, el talento brille, la ineptitud se esconda, la ignorancia se estimule y se vea al cabo de esta obra armónica -que es la obra de Dios- una patria que no avergüence.
En estas ideas de Acosta se dan las características generales que Harold J. Laski ha señalado como propias del liberalismo europeo, y que, en resumen, son las siguientes: Noción de la libertad, confinamiento de la actividad gubernamental dentro del marco de los principios constitucionales, sistema adecuado de derechos fundamentales que el Estado no tenga la facultad de invadir; defensa de la propiedad privada; sistema de gobierno representativo; derecho a la libre asociación; desconfianza de todo intento de impedir, mediante la actividad del gobierno, el libre juego de las actividades individuales.
Pero si muchas facetas del pensamiento de Acosta son de inspiración liberal, otras responden a un ideario conservador.
Acosta cree con fervor que es posible alcanzar la equidad, la paz y el progreso sociales por un lento camino evolutivo, fundado en la educación popular y en el trabajo creador de todos. Este punto de vista lo lleva a rechazar el derecho a rebelión que asiste a los oprimidos, no porque estuviese de parte de los opresores, ni por el hecho en sí de la revolución, ni porque negase razón al esclavo que se vuelve contra el amo, sino porque creía honradamente que detrás de las víctimas del combate, estaban ocultos los sempiternas azuzadores, los que medraban en cada nueva revuelta armada, los que agitando consignas de bienestar popular, en el fondo defendían intereses mezquinos y personalistas. De esta posición suya existen abundantes testimonios, muy especialmente, en la polémica que mantuvo con Ildefonso Riera Aguinagalde.
En el primero de los artículos de esta polémica, Acosta expone todo un credo pacifista y evolutivo. Deja sentado que las guerras deben evitarse por multitud de razones, comunes a todos los tiempos y países. Estima que el gobierno nacido de un campo de batalla necesariamente ha de resultar personalista, puesto que se integra alrededor del caudillo triunfante y de su grupo.
En segundo término, Acosta establece diferencias entre las revoluciones europeas y las hispanoamericanas. En otros pueblos, dice, se produce la participación de los grandes intereses capitalistas, ubicados en ciudades populosas, representados por los bancos, las bolsas de comercio, los gremios ricos; pero una vez consumado el cambio de gobierno, los grandes intereses capitalistas vuelven a sus actividades normales de lucro y dejan que el gobierno los represente en libertad de acción.
No sucede lo mismo entre nosotros, pues la agitación revolucionaria recluta sus prosélitos en los medios rurales. Si la causa triunfa, hay que buscarles un cargo burocrático a aquellas gentes buenas y sencillas que la apoyaron, y cuando esto sucede, tenemos a individuos improvisados en el gobierno a los que, o hay que despedir disgustándoles, o hay que retener con el correspondiente gravamen para el erario público y la natural deficiencia en los servicios del Estado. Y así, afirma don Cecilio, o poder para todos, o revolución para los excluidos. ¿Cuál es, a la postre, el resultado de estas seudo-revoluciones? A don Cecilio no le da grima señalarlo. Su valerosa pluma no vacila en poner al desnudo los tejidos descompuestos del cuerpo social venezolano:
Funcionarios que no saben, administración que no ve claro, política que teme o que vacila, vocaciones frustradas, industrias desiertas, producción diminuta, parásitos chupones: y flotando arriba, como una amenaza, hombres en otro tiempo felices en el trabajo, que son después, aunque desgraciados, enemigos de él, porque, ya exánime, no les da medios para sus goces ni fomento para su lujo. Hay dos pueblos: uno que se afana para las contribuciones, encorvado bajo el peso del impuesto, otro que vive de él; uno que llora, otro que ríe; y entre tanto el desequilibrio reventando la máquina social, el descontento aflojando sus resortes, lucha sorda entre gobernantes y gobernados, y señalado tal vez un campo donde se libre la final, para cambiar papeles y representar de nuevo el mismo drama.
Muchas de las ideas políticas de Cecilio Acosta están superadas. El mismo reconoció que, siendo perfectible el mundo social, cada nueva generación tiene el derecho y el deber de superar a la precedente, y convertir en realidades lo que ayer fueron teorías. Pero lo que no pierde vigencia en el ideario de Acosta, es su honradez, su patriotismo acendrado y auténtico, su desinteresada consagración a la causa del bien público.
No hay comentarios:
Publicar un comentario